LA VERDADERA HISTORIA DEL RODAJE DE SIERRA DE TERUEL – Capítulo 1.5.
Se lo había dicho Nothomb por teléfono un par de días antes, aún en París: “Vas a tener una sorpresa”. Y la ha tenido.
Al bajar del avión en Manises, André ha visto al belga y a su esposa Margot de pie delante de un lujoso coche negro, debajo de un aparatoso paraguas. Después de los abrazos de rigor, él pregunta:
—¿Y esto?
—Regalo del comité local. Ya te contaré. Anda, entra en el coche, está diluviando.
Diciembre se ha iniciado con mal tiempo. La lluvia y el viento han impedido algunas de las operaciones previstas para la cada vez más mermada escuadrilla. Se acomodan en el interior del vehículo, saludando a Galloni D’Istria que está al volante, con una sonrisa mordaz.
—¿Ahora nos dedicamos al lujo?
El Packard de la escuadrilla.
(NOTHOMB, 2001. Pág. 105)
—Es un Packard sedan serie 12. Comprado el año pasado. Carburador Stromberg EE-14, 8 cilindros, 110 caballos. Una bestia. ¡Per davvero!
El italiano entiende, habla con orgullo, como si fuera suyo.
—¿Quién nos lo ha regalado?
—No sé yo si regalar es la palabra adecuada —tercia Nothomb, algo incómodo en presencia de su esposa—. Los antiguos dueños, bueno, tuvieron un incidente.
—¿Y si lo reclaman?
—Dudo que puedan. Salieron de paseo —Galloni alude al paseo que dieron los de la CNT al matrimonio propietario—. Nosotros estamos en regla. El comité local nos lo dio con todos los papeles. Están muy orgullosos de que una escuadrilla tan prestigiosa haya recalado en La Señera. La Escuadrilla Malraux, ¡ahí es nada! —proclama sin un atisbo de ironía.
Quince minutos después de salir de Manises, por la carretera de Madrid, antes de llegar a Chiva, cogen el desvío a la izquierda para entrar en la Masía Aldamar. Malraux indica que antes quiere ir al campo de aviación, dos kilómetros más adelante, pero Nothomb le disuade visto el tiempo perro que reina en la zona.
—En casa te están esperando Guidez y Marechal. No es el palacio de Torrente, pero es suficiente.
—De acuerdo, arranca. Pero mañana a primera hora quiero ver el estado de los aviones.
Autocar de la escuadrilla (Archivo Malraux)
Al bajar del coche, Paul toma a André por el brazo y le indica un vehículo aparcado a la izquierda: Mira, le dice. Un autocar con el lateral marcado con un enorme letrero: AVIATION MILITAIRE, ESCADRILLE ANDRÉ MALRAUX, circundando una estrella cruzada por unas alas. A su lado, un camión de fabricación rusa, con su puerta marcada: Aviation Malraux.
—Hemos marcado todos los vehículos. Que se sepa quiénes somos.
Sin dar respuesta, el escritor se dirige al interior del enorme edificio de dos plantas. Atraviesa un batiburrillo de gente hablando en voz alta, algunos en ruso, y llega a una sala donde los suyos le esperan. Es casi la hora de cenar. Le aplauden. Con una sonrisa, abre una gran bolsa que lleva consigo:
—Aujourd’hui on va bien bouffer.
Sin embargo, percibe caras largas. Guidez se le acerca y susurra al oído:
—Murió Allot[i]. No te lo dijimos porqué bastante tenías en París.
Ante la cara de sorpresa e ira de Malraux, añade:
—Veníamos de Torrente, con el camión que has visto al entrar cargado hasta los topes. Él iba encaramado en la caja, resbaló y cayó de espaldas. Mortal de necesidad. Mala suerte. Lo llevaron a la masía Forriols, pero no hubo nada que hacer. Lo enterramos anteayer en Chiva. Pobre François. Si quieres mañana vamos.
André pide un minuto de silencio, entorpecido por el ruido y los gritos de la sala contigua donde están cenando los pilotos de los Moscas y Chatos rusos.
La cena transcurre con menos algarabía de la prevista. Los envases de rillette se terminan en un plis-plas. Los macarrons, ayudados por la presencia de coñac español, cierran el acto. El ahora coronel Malraux concluye:
—Muchachos, a dormir. En unos días vamos a tener mucho movimiento y debemos estar en plenas condiciones.
Lo hacen. Al dirigirse a los dormitorios, Guidez se excusa:
Dormitorio en la capilla del castillo de Torrente
(NOTHOMB, 2001 – p. 93)
—No tiene el confort del dormitorio-capilla de Torrente, pero es lo que hay. Ahora dicen que quieren habilitar un hospital para Aviación en Lo Vedat. Al menos ahora tenemos cazas rusos a mano, aunque están más centrados en proteger la ciudad, en especial su puerto, que en acompañarnos en nuestras misiones. Ya verás: el aeropuerto tiene dos pistas: una norte-sur, y otra algo más larga este-oeste, unos 1.300 metros[ii]. Pero no hay iluminación permanente. Solo la hay en Manises. Ni aquí, ni en Sagunto ni Llíria la hay. Pero si es preciso nos apañaremos. No sabe el experimentado piloto que ello dará pie a varios planos de la futura película, cuando buscarán en los pueblos cercanos coches para que con sus faros iluminen el despegue de dos Potez.
Pasan dos días de toma de contacto, de revisión del material restante, de prácticas de tiro. Durante este tiempo, André es informado de que a mediados de mes, la XIII Brigada Internacional llevará a cabo repetidos ataques en la zona de Teruel, para evitar que los rebeldes puedan destinar más tropas a la zona centro, donde realmente se juega el futuro de la guerra, y en el momento en que Franco ha lanzado un nuevo ataque en la zona de Boadilla del Monte. Para ello, la escuadrilla deberá dar todo el apoyo posible, con incursiones diarias de bombardeo de lugares estratégicos. A veces contarán con apoyo de los cazas rusos. Saliendo del ministerio, Malraux ha visto en la plaza España un enorme cartel recordando la necesidad de extremar las precauciones, con el enemigo a menos de 150 kilómetros, en Teruel.
Será un primer intento de conquistar Teruel, cosa que no se conseguirá hasta un año después. A los batallones internacionales Chapáyev, Henri Vuillemin y Louise Michel, se les unirá también la 22ª Brigada de Francisco Galán. A pesar de contar con artillería y el apoyo aéreo, no podrán entrar en la ciudad, y sufrirán sensibles pérdidas, viéndose forzados a finales de año a regresar a Albacete para reorganizarse. Quizá el escritor pensaba en estos lances cuando, en la secuencia III de Sierra de Teruel, menciona la brigada de Jiménez, como la que debe volar un puente en apoyo del pueblo sitiado de Linás.
Llegamos así a los días que serán cruciales, tanto para la escuadrilla como para el propio Malraux, y que tendrán un conmovedor reflejo en las escenas finales de su emblemática película.
El día de Navidad de 1936, ha sido de gran ajetreo en La Señera. Se prepara un ataque conjunto de bombarderos republicanos y de la escuadrilla Malraux, apoyados por cazas rusos, en un último intento de entrar en Teruel. Una comida algo más lucida que la habitual, con más botellas de vino y pasteles hechos en el pueblo, no han sido suficientes para distraer un día dedicado a engrasar ametralladoras, revisar motores y, también, en escribir cartas a la familia o al último enamoramiento local.
Aerodromo de la Señera (Aeròdroms valencians)
Al día siguiente, 26 de diciembre, un solo avión efectúa ya una primera incursión, bombardeando la central eléctrica, lo que comprueba dando una segunda vuelta de verificación, así como verificando la potencia y ubicación de la defensa antiaérea de la capital turolense. Han vuelto sin contratiempos, al no presentarse los cazas franquistas. Incluso Raymond Maréchal ha podido hacer alguna fotografía con su inseparable cámara, desde su puesto de ametrallador.
Pero al día siguiente la situación cambia. La operación, con el buen recuerdo de la última expedición, se ha planteado con mayor ambición. Han apalabrado con los pueblos cercanos su apoyo al despegue. Saldrán dos Potez, el S y el Ñ, que serán tripulados respectivamente por Jean Darry y por Marcel Florein, con Bourgeois como segundo piloto. André Malraux quiere ser partícipe de la hazaña, intuyendo que será una de las últimas a las que podrá tener acceso. Ha pedido ocupar el puesto de ametrallador.
Se acomoda, su mente activa empieza ya a pergeñar breves esbozos de lo que será su novela, no piensa aún en la película. Sabe que tiene más de media hora de navegación tranquila, hasta que, cuando sobrevuelen Barracas, se les unan dos Potez más de la aviación republicana. Con gran enfado, ha sabido por el responsable ruso que los cazas no estarán listos hasta dentro de unas horas. No se preocupe, monsieur, ustedes van al norte y después al este, nosotros nos dirigiremos directamente noroeste. Les protegeremos en Teruel. Durante el trayecto no nos necesitan —ha dicho con aire de suficiencia, de quién se sabe imprescindible y reconocido por las máximas autoridades, frente a un escritor venido a guerrero, que mientras sueña sus hazañas no se da cuenta de que de su armadura solo van quedando jirones.
El Potez Ñ despega sin dificultad. Instantes después lo hace el S. En su interior, a los pocos segundos, una imprecación:
—¡Demasiado peso!, ¡las bombas!
Darry, piloto de caza que se ha adaptado a los pesados Potez, se da cuenta demasiado tarde del error al cargar el aparato. Malraux se agarra como puede a la ametralladora, mientras oye rodar objetos por el interior de avión. Este se ladea peligrosamente. El piloto intenta enderezarlo, lo que provoca que pierda aún más altura. Ve unos setos que pueden, quizás, amortiguar el golpe. El gran peligro está en las bombas que lleva en su parte inferior.
El Potez S, de Darry y Malraux.
(NOTHOMB, 2001 -P. 125
El avión ha capotado. Quedará inservible durante una temporada. Uno más. De la cabina, jurando y maldiciendo, desciende la tripulación. André Malraux tiene sangre en la rodilla. Guidez y otros han acudido corriendo y esperan al lado del aparato.
—¿Y André? —preguntan a los primeros que asoman la cabeza.
—Creo que bien, al menos ha podido salir del puesto de ametrallador. Con dificultad, pero se mueve. Ahora saldrá —indica Jean Darry, con un hilo de sangre bajando por la frente.
Al poco sale el coronel, agarrándose la rodilla izquierda.
—¿Cómo estás, jefe?
—Bien, bien. Algo mareado, dolor al andar, pero bien. ¿Y el aparato?
—La cabina donde estabas es la más dañada, La hélice izquierda rota, una rueda.
—¿Las bombas?
—No se han soltado. Salgamos de aquí. Luego nos ocupamos —Guidez, el segundo de Malraux coge la iniciativa.
Entre dos cogen a André por los hombros. Cuidado, dice él al de la izquierda. Lo llevan hasta un coche, donde ya está sentado Darry. Parten hacia la masía Altamar, donde tienen la enfermería.
El Potez S ha quedado dañado. Tardarán casi un mes en repararlo. Pronto estarán listos para volar de nuevo el P y el B. Esto es todo lo que queda, junto al Ñ, que en estos momentos, junto a dos bombarderos más de la aviación republicana que despegaron de Barracas, enfila dirección oeste hacia Teruel.
Malraux no tiene nada roto. Le vendan la pierna izquierda, inmovilizando la rodilla, después de desinfectarla. Ahora está ya en el comedor, sentado ante una taza de café, la pierna extendida,
—¿Se sabe algo de Florein?
Guidez duda. Sabe que montará en cólera.
—No, creo que todo va bien. Excepto…
André lo intuye, pero deja que sea el quién lo diga. Fuera el día nublado anuncia una espera gris.
—Los Chatos aún están ahí.
El coronel arroja la taza contra la pared. Al oír el ruido, entran Pons, el administrador, y un par de pilotos.
—¿Qué pasa, jefe?
—Nos dejan solos. Hidalgo de Cisneros se queja de que vamos a nuestro aire, y son los rusos los que hacen lo que les parece, sin pensar en el resto, ¡y menos en mi escuadrilla!
Abel Guidez intenta suavizar la situación.
—Me han dicho que en media hora…
Pons, con su carácter apacible:
—Tranquilo, jefe, todo irá bien. Los Chatos son rápidos. Llegarán a tiempo. Van en línea recta. No han de dar el rodeo por Barracas. Se encontrarán todos sobre Teruel.
—¡No! ¡Intolerable! Ahora mismo llamo al Alto Mando. ¡Me van a oír!
La línea no funciona.
Malraux no quiere que sus hombres vean como pierde los estribos. Se encierra en su cuarto. Fuma compulsivamente. Mira por la ventana. Al frente, la Sierra Calderona, de moderada altura, agrisada por las nubes amenazantes. Quisiera dar un salto, poder al menos ver el Potez, regresando ya de su misión, sobrevolando el Maestrazgo. Se asoma a la puerta, grita:
–¡Que alguien me avise cuando haya línea con Valencia! —y cierra dando un portazo.
Hacia el mediodía se ha recuperado la línea. Ha llamado a Aviación, pero solo le ha atendido alguien de segunda fila. Ha colgado sin despedirse. Deciden comer algo.
Lentejas con arroz. Eso sí, naranjas no faltan. Toman café y un calvados que tenían para las grandes ocasiones, cuando un soldado acude frenético.
—Coronel, le llaman de Barracas —no sigue, tiene miedo de la reacción.
Malraux acude. A medida que va oyendo a su interlocutor, se le va ensombreciendo la cara. Aprieta con saña el auricular. Mira a Guidez, a Pons, a Nothomb y a Margot, su esposa. Ellos, en silencio, ansiosos. Renqueando, regresa. Los mira.
—El Ñ se ha estrellado.
Un silencio preñado de desánimo.
—Eran el coronel de Barracas. Sus dos Potez han regresado. A uno lo tocaron, pero pudo aterrizar. Tres heridos. Han visto como Florein se desviaba de su ruta, posiblemente para esquivar los Heinkel que han llegado de improviso. Ha sido un combate corto. Los rusos —calla un instante para no maldecir, no le interesan ya. Los suyos… — llegaron y los ahuyentaron. Pero el Ñ no giró hacia Barracas. Se ha estrellado. Aún no saben exactamente dónde. Pons, rápido, el coche. Me voy allá.
Todos se levantan. Él corta, autoritario:
—¡No! Voy solo. O, mejor, acompáñame tú, Pons. Tendremos que hablar con las gentes del lugar.
A los cinco minutos, el Packard sale raudo, conducido por Galloni, y los dos hombres callados detrás.
Empieza aquí la parte más emotiva y emblemática de la historia que André Malraux reflejará con gran riqueza de detalles en su novela L’espoir y posteriormente en la película Sierra de Teruel. Para evitar un exceso de notas al pie, se narrará en continuo los hechos que han podido ser refrendados, reservando para entradas específicas las diversas discrepancias entre la realidad y la ficción. Se ofrecerán al final del capítulo, con los habituales: “Saber +”.
El coche llega a Mora de Rubielos. No se han parado en Barracas. ¿Para qué?, ya les han dicho que los dos aviones suyos han regresado. La ubicación estratégica de la población la harán capital de la comarca durante el futuro asedio a Teruel, a finales del año próximo. Tiene algo parecido a un hospital en la escuela. Allá se dirigen.
—Escuadrilla Malraux. Sabemos de un avión nuestro que se ha estrellado arriba en la montaña. ¿Saben algo?, ¿pueden ayudarnos?
—Sí, han llamado desde Valdelinares. Al oír el estruendo, algunos han ido a un prado donde ha caído el aparato. Uno del pueblo regresó para telefonear. Parece que solo hay un muerto, pero varios heridos graves. Hemos preparado dos ambulancias que están a punto de salir. ¿Quieren ir con ellos?
—Les seguimos en el coche.
Malraux piensa: “solo” un muerto. ¿quién será? ¿Florein?, ¿Maréchal?, ¿el bombardero Taillefer?[iii] ¿Qué será para ellos “un muerto” en plena guerra?
—Pasaremos por Linares. Si fuéramos por Alcalá de la Selva, no podríamos acercarnos fácilmente, Jabalambre es muy escarpado en esta zona. Tardaremos una media hora.
—Vamos. Deprisa —indica Pons, ante el nerviosismo de Malraux.
Han tardado 25 minutos. En Linares de Mora ya les esperan algunos lugareños. Se van arracimando en la plaza al salir de sus calles blancas y angostas, coronadas por la iglesia y las ruinas de su castillo por bonete. Miran el Packard, las dos ambulancias. No saben qué hacer.
(NOTHOMB, 2001 – p. 129)
Finalmente, uno levanta el puño. En silencio, le imitan todos. Se quedan allí, sin bajar el brazo, esperando un liderazgo que pronto asume Malraux. Este no quiere que su precario español ralentice la operación.
—Pons, diles si saben dónde está el avión, y que saben de los heridos.
Un campesino, pantalones de pana, chaleco negro y camisa blanca (sabía que venían forasteros), responde:
—En el valle. Pasado Valdelinares, en el camino a Alepuz. De dos a tres horas de camino. A lo mejor una de las ambulancias puede pasar, es camino carretero. Pero ya ha bajado un aviador con los primeros de allí que acudieron para ayudar. A los demás no pueden ellos solos.
—Y dónde está.
—En el ayuntamiento. ¿Quieren verlo?
No hace falta. Al saber de la llegada, Marcel Florein, el primer piloto, el único indemne, aparece corriendo. Sin saber que hacer, se abraza a Pons. Luego a Malraux:
—Coronel, que yo sepa, solo —“solo” de nuevo— ha muerto Belaïdí. Pero los demás están muy mal. Y en la nieve. Tenemos que ir de inmediato. La gente de Valdelinares hace lo que puede, les han subido mantas, hasta una olla con caldo, pero es difícil bajarlos. Además, está el material. El avión ha quedado destrozado, pero algunos elementos, como las ametralladoras, quizá puedan aprovecharse.
Habla atropelladamente. Jadea. André ha empezado ya a andar, sin saber bien hacia donde, pero no puede estar quieto. Le siguen los suyos y también dos docenas de habitantes del lugar. Uno, en la plaza, levanta la mano indicando el camino de Valdelinares, una pista bien trazada pero insuficiente para los vehículos. Al ver que cojea, de una casa sacan tres mulas. Malraux se sube en una y Florein en la otra. Pons les sigue a pie. Galloni sigue con los linarenses. Intentará subir algo con las ambulancias, pero a los dos kilómetros ya no les será posible[iv].
Mientras tanto, en el Potez, unas mujeres han llevado mantas y una olla cubierta por un saco para los heridos. No saben qué más hacer. Han visto como el que parecía el jefe, ha discutido a voces con uno de los aviadores, con la cara destrozada, sangrando abundantemente. Le ha cogido una pistola que este llevaba en el cinto.
Florein habla más sosegadamente con Malraux, a lomos de sus mulos conducidos por dos ceñudos campesinos.
—A Raymond le he tenido que coger la pistola. Se quería suicidar. Tiene la cara destrozada. Los cristales del puesto de ametrallador clavados por todas partes, una bala en el hombro. Por fortuna al parecer no ha perdido la visión, pero ha quedado hecho un desastre.
—Con lo que él aprecia su imagen. Se acabó su alegría. Tendremos que vigilarlo unos días.
—Sí, André. No será fácil. Belaïdi murió en vuelo. Nos ametrallaban por todas partes. Yo no podía controlar el avión. Los disparos destruyeron el altímetro y la brújula. Pude superar las montañas, y al ver el llano nevado, decidí intentar aterrizar. Pero el avión ha quedado inservible.
—Eso no es lo que me preocupa ahora. ¿Y los demás?
—Taillefer herido en la pierna, lo veo mal. Posiblemente habrá que amputar. Los demás, algunas heridas de bala que no creo que sean mortales, salvo infección. Croisiaux, tiene una herida en el vientre, pero no creo que afecte al hígado. Pero siguen allá arriba y hace un frío del demonio. Están conmocionados. No sé cómo yo pude salir y llegar a Valdelinares —añade vergonzante—. Los del pueblo se portaron muy bien. Subieron unas mujeres y algún hombre enseguida. Hay una docena de hombres y unos mulos preparados, esperando instrucciones cuando lleguemos.
Atraviesan Valdelinares, un pueblucho de mala muerte, casas medio en ruinas. La guerra ha incrementado la miseria y aún temen lo peor, si intentando llegar a Morella, los fascistas pasan por allí. Se lo cuentan a Pons en los veinte minutos que han tardado en llegar al Potez Ñ.
Unas mujeres con manto negro, cubierta la cabeza, alpargatas y calcetines de lana, les reciben con cara de alivio. Malraux, ayudado, baja del mulo,
—¿Y los aviadores? —espeta a la primera que se le acerca.
—¡Aquí! —desde el interior de lo que queda del aparato, la voz de Bourgeois. Estamos dentro, hace un frío terrible. Suerte de esas mujeres. Ya habríamos muerto.
El avión tiene la cola partida y parte del fuselaje destrozado. Las alas caídas. Por suerte habían lanzado ya las bombas en Teruel, antes de ser atacados. En la parte central, acurrucados, los aviadores, un hombre y tres mujeres que les están dando caldo. Al verlo, Pons mira a Croisiaux y, cogiéndola amablemente de la mano, indica a la mujer: A este no le de caldo, está herido en el vientre. A lo que ella responde: Yo también tengo un hijo en el frente, y si lo hirieran quisiera que también le cuidaran.
Hacen lo que pueden, indicará el belga, renunciando a la sopa. En un rincón, Maréchal, encogido, queriéndose fundir con la chatarra, escondiendo la cara.
Les han vendado como han podido. Pons, práctico, empieza a rehacer los vendajes. Malraux que ha entrado en el interior, al ver el desastre, saca la cabeza y grita a los que van llegando:
—Preparad angarillas. Venga, cada minuto cuenta. Alguno podría desangrarse.
Con algunos mantos de las mujeres y un par de capotes que alguien ha aportado, consiguen colocar a los heridos. Taillefer andará con dos fornidos campesinos como muletas.
Malraux empieza a bajar acompañando a Maréchal. Habla con él. Intenta disuadirle de la intención de suicidio que le ha contado Florein. Ha llegado más gente del lugar, algunos con mulos o asnos y un rudimentario ataúd para el fallecido. Empiezan también a cargar el material que consideran aprovechable: una hélice, una ametralladora, unos visores… Pons se ha quedado para organizarlo. Antes de partir, Maréchal le ha confiado la cámara fotográfica que nunca le abandona. Le ha dicho: Yo voy a estar mucho tiempo sin poder usarla. Deja constancia de lo que aquí está pasando, de esta gente tan generosa, callada, casi con miedo a nuestros uniformes. Espero que se dejen fotografiar. Lo harán, la mayoría levantarán el puño[v].
Ya en Mora de Rubielos, se separa la comitiva. Una de las ambulancias lleva a Taillefer y Maréchal al hospital “Pasionaria” de Valencia, en el 208 de la calle de Sagunto, más capacitado que la breve instalación en la escuela de la localidad. La otra, acompañará a los heridos a las instalaciones de La Señera, siguiendo al Packard. En ella se colocará también el ataúd con cadáver de Jean Belaïdi.
El 29 de diciembre de 1936, todo lo que queda de la escuadrilla está reunida en el cementerio de Chiva. También muchos chivanos entre los que el grupo había hecho buenas migas[vi]. Otros han acudido al llamado de algunas autoridades del gobierno que asisten también a los funerales, entre ellas la ministra de Sanidad, Federica Montseny. Jean Belaïdi había intentado entrar en España desde que supo de la colaboración de árabes en el bando rebelde[vii]. Hábil mecánico, siempre había querido volar. Cuando Malraux había reparado en él en Albacete, no dudó en contratarlo para la escuadrilla. De común acuerdo, se decidirá poner su nombre a uno de los Potez que quedan, el P, que veremos más adelante, en febrero, en la última operación aérea en Málaga.
El coronel Malraux, con uniforme, dice unas palabras, que finalizan así:
En el camino de regreso, pasando cerca de donde estaban las ametralladoras de los moros, en lo más profundo de la noche, solo oíamos el sonido de nuestra ambulancia. Entonces sentí que pasaba algo mucho más profundo, de mayor significado, que la muerte de nuestro querido compañero. Algo sin precedentes desde la primera batalla de la Revolución Francesa: Había empezado la primera guerra civil mundial[viii].
Durante el sepelio, un asistente de Montseny le indica a Malraux que en el hospital se ha decidido amputar la pierna de Taillefer. ¡No!, ha imprecado el coronel, con una voz fuerte que ha hecho girarse a muchos concurrentes.
A la vuelta, habla con Guidez.
—Abel, voy a confiarte la escuadrilla. Creo que voy a ser más útil en París, o donde sea, que aquí. Es preciso internacionalizar nuestra lucha. Si siguen ahogándonos en la frontera, la guerra estará irremisiblemente perdida. Marcho a París.
—Pero André, tu presencia aquí nos da fuerzas, aglutina al grupo. Además, a pesar de los rifirrafes, tu saber como tratar a Aviación, tú puedes hablar con Prieto en un momento dado.
—No, no es ya el momento de hablar con nadie aquí. Los rusos lo controlan todo. Fíjate como han actuado con los Chatos. Quizá Jean no estaría muerto. Quizá Raymond no estaría desfigurado. No lo sé, pero si sé que esto se acaba. Hay que hacerlo con dignidad, aprovechando hasta el final el material que nos queda. Pero yo tengo ya otra misión. Te ruego que aceptes.
—Sí, claro. En pocos días podremos disponer de los tres últimos Potez, o al menos dos. Y tripulaciones hay, a pesar de los heridos.
Pero André está ya con la cabeza en otra parte.
Malraux y Maréchal convaleciente.
(NOTHOMB, 2001 – P. 135)
—Me acaban de decir que quieren amputar la pierna a Taillefer. En cuanto acabe esto me voy a Valencia y me los traigo. También a Raymond. Y luego, en dos o tres días, vendrán ambos a París conmigo. No voy a permitir que mutilen a un compañero.
Costará algún tiempo más, por el transporte de Taillefer, pero en los primeros días de enero volarán los tres a París[ix]. Este salvará la vida y Maréchal sobrevivirá hasta morir como resistente contra los nazis, colaborando con Malraux en Corrèze.
André Malraux ya no volverá, aunque seguirá con sus actividades promocionales de la causa republicana, como por ejemplo su presencia en un acto de la Asociación Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, el 1 de febrero en La Mutualité, con el título: “Los escritores defienden la paz”, donde se avanzará en la organización del Congreso a celebrar en Valencia en verano. Las misiones de la última etapa serán dirigidas, pues, por Abel Guidez.
Reseñemos la última: la protección de los fugitivos de Málaga que, en su camino hacia Almería, eran atacados por mar y aire, a pesar de tratarse de civiles amedrentados. Me permito ofrecer un breve fragmento de Max Aub, el que será mano derecha de André Malraux durante el rodaje de Sierra de Teruel. La rica prosa del autor valenciano es la mejor imagen que podamos hallar del suceso.
En el cuento “El cojo”[x], el protagonista, un campesino que decide quedarse para ver de frenar las tropas rebeldes, contempla la comitiva que se ha venido a llamar La Desbandá:
A la mañana siguiente el Cojo subió a la carretera y se estuvo largo tiempo de pie, mirando pasar la cáfila. Venían en islotes o archipiélagos, agrupados tras una carretilla o un mulo: de pronto aquello se asemejó a un río. Pasaban, revueltos, hombres, mujeres y niños tan dispares en edades y vestimenta que llegaban a cobrar un aire uniforme. Perdían el color de su indumentaria al socaire de su expresión. Los pardos, grises, los rojos, los verdes se esfumaban tras el cansancio, el espanto, el sueño que traían retratado en las arrugas del rostro, porque en aquellas horas hasta los niños tenían cara de viejos. Los gritos, los ruidos, los discursos, las imprecaciones se fundían en la albórbola confusa de un ser gigantesco en marcha arrastrante. El Cojo se encontraba atollado sin saber que hacer, incapaz de tomar una determinación, echándolo todo a los demonios por traer tan revuelto el mundo. Los hombres de edad llevaban a los críos, las mujeres con los bártulos a la cintura andaban quebradas, las caras morenas aradas por surcos recientes, los ojos rojizos del polvo, desgreñadas, con el espanto a cuestas. Los intentos de algunos niños de jugar con las gravas depositadas en los bordes de la carretera fracasaban, derrotados implacablemente por el cansancio pasado y futuro. De pronto la sorda algarabía cesaba y se implantaba un silencio terrible. Ni los carros se atrevían a chirriar; los jacos parecían hincar la cabeza más de lo acostumbrado como si las colleras fuesen de plomo en aquellas horas. Lo sucio de los acalamones de cobre de las anteojeras empujaban los carromatos en ese último repecho; las carretillas, en cambio, tomaban descanso. Las mujeres, al llegar al hacho, rectificaban la posición de sus cargas y miraban hacia atrás. De pronto, el llanto de los mamones, despierto el uno por el otro. Una mujer intentaba seguir su camino con un bulto bajo el brazo derecho y un chico a horcajadas en su cintura mantenido por un brazo izquierdo, cien metros más allá lo tuvo que dejar; se sentó encima de su envoltorio, juntó las manos sobre la falda negra, dejó pasar un centenar de metros de aquella cadena oscura soldada por el miedo y el peso de los bártulos; echó a andar de nuevo arrastrando el crío que berreaba, […]
Los autos se abrían surcos a fuerza de bocina, la gente se apartaba con rencor. Mas ya no se corría y contestaba vociferando a los bocinazos, Por otra parte los coches se convertían en apiñados racimos que los frenaban. Alguno intentó pasar y el barullo acabó a tiros. […]
Al dar la vuelta y perder de vista el mar, la multitud se sentía más segura y aplacaba su carrera. Se veían algunos grupos tumbados en los linderos de la carretera. […]
Se oyó el motor de un avión, debía de volar muy bajo, pero no se le veía. Al ruido del motor levantaron la cabeza una veintena de hombres tumbados tras las bardas del jorfe. De pronto se le vio ir hacia el mar. El motor de la derecha ardía. Al mismo tiempo dos escuadrillas de ocho aparatos picaron hacia el lugar de la caída ametrallando al vencido. Luego cruzaron hacia Málaga. A lo lejos sonaban tiros. […]
“¡Que vienen!”. La gente se dispersó con una rapidez inaudita; en la carretera quedaron enseres, carruajes y un niño llorando.
Llegaba una escuadrilla de caza enemiga. Ametrallaban a cien metros de altura. Se veían perfectamente los tripulantes. Pasaron y se fueron. Había pocos heridos y muchos ayes, bestias muertas que se apartaban a las zanjas. El caminar continuaba bajo el terror. Una mujer se murió de repente. Los hombres válidos corrían, sin hacer caso de las súplicas. Los automóviles despertaban un odio atroz. […]
Agarrada a un poste de telégrafo, espatarrada, Rafaela sentía cómo se le desgarraban las entrañas.
—Túmbate, chiquilla, túmbate —gemía la madre, caída—. Y la Rafaela de pie, con el pañuelo mordido en la boca, estaba dando a luz. Le parecía que la partían a hachazos. El ruido de los aviones, terrible, rapidísimo y las ametralladoras y las bombas de mano: a treinta metros. Para ellos debía ser un juego acrobático. La Rafaela solo sentía los dolores del parto. Le entraron cinco proyectiles por la espalda y no lo notó. Se dio cuenta de que soltaba aquel tronco y que todo se volvía blando y fácil. Dijo “Jesús” y se desplomó, muerta en el aire todavía.
Los aviones marcharon. Había cuerpos tumbados que gemían y otros quietos y mudos; más lejos, a campo traviesa, corría una chiquilla loca. Un kilómetro más abajo el río oscuro se volvía a formar; contra él se abrían paso unas ambulancias; en sus costados se podía leer: “el pueblo sueco al pueblo español”. Hallaron muerta a la madre y oyeron los gemidos del recién nacido. Cortaron el cordón umbilical.
—¿Vive?
—Vive.
Y uno que llegaba arrastrándose con una bala en el pie izquierdo dijo:
—Yo la conocía, es Rafaela. Rafaela Pérez Montalbán; yo soy escribano. Quería que fuese chica.
Uno: —Lo es.
Estamos a 11 de febrero de 1937. El avión derribado, al que aún se ataca con saña es el Potez B. Junto con el P (con el nombre de Jean Belaïdi) han despegado del aeropuerto de Almería-Tabernas, y han estado protegiendo a los fugitivos, hasta que los Fiat italianos les han atacado. El P, pilotado por Chauvenet y Carraz, ha sido ametrallado pero conseguirá regresar a la base. El B tiene menos suerte, y caerá en Castel de Ferro, la costa cerca de Motril. Morirá el segundo piloto, el indonesio Jan-Frédéricus Stolk, y quedaran heridos el primer piloto, el francés Guy Santès, los ametralladores franceses René Deverts, Marcel Bergeron y Paul Galloni, así como el bombardero, el belga Paul Nothomb que será quien narre el lance. Quedará indemne el mecánico francés Maurice Thomas. Será él quien vaya en busca de ayuda. Es interesante remarcar que esta será dada por el luego famoso doctor canadiense Norman Béthume, que destacará por sus avances en la transfusión de sangre que tantas vidas salvará durante la guerra. Como consecuencia de todo ello, el chófer y mecánico Paul Galloni D’Istria sí verá su pierna amputada, aunque salvará la vida.
Con esta última operación, termina la corta historia de la Escuadrilla España, posteriormente llamada Malraux. Los pocos integrantes que queden, o dejarán el servicio o se integrarán en el ejército de la República, junto con el poco material restante. En aquel momento, André Malraux está ultimando los trámites para su viaje a Estados Unidos, en compañía de Josette Clotis. Ha habido algunos retrasos por la reticencia americana a dar el visado a un famoso partidario de la República y “compañero de viaje” de los comunistas. Finalmente, lo conseguirá y partirá el 17 de febrero, desde Le Havre, a bordo del transatlántico Paris, pero esta es otra historia, u otro capítulo de la que nos llevará a Sierra de Teruel.
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[i] http://www.adar.es/wp-content/uploads/2019/12/2019-130-diciembre.pdf En Historias de La Señera, se indica el accidente del camión, pero el nombre del muerto no aparece en la lista más exhaustiva que conozco de los miembros de la Escuadrilla (THORNBERRY 1977, Apéndice I, páginas 277)
[ii] La información más amplia en: https://www.levante-emv.com/comarcas/2011/07/24/chiva-aerodromo-guerra-13046716.html
[iii] Combinando las diversas biografías (TOOD, 2001), (THORNBERRY, 1977) y (LACOUTURE, 1976), la tripulación estaba formada por los pilotos Marcel Florein y Bourgeois, los ametralladores Marcel Combébias, Georges Croisiaux y Raymond Maréchal, el bombardero Camille Taillefer y el mecánico Jean Belaïdi,. En la novela, sólo Taillefer (personaje que no sale en la película) conserva su nombre original.
[iv] Un camino era el que partiendo del Loreto, por el rio Valdelinares después de pasar por el Pino El Escobon y las minas llegaba a Valdelinares. En: http://linaresdemora.com/notas-historicas-sobre-linares-por-fernando-schleich/
[v] NOTHOMB, 2001, página 126, apunta que ignora quién hizo las fotos, pero que tiempo después, formaban parte de la colección que Maréchal ofreció a su esposa Margot. Dado el estado de su cara, no podía ser él quien hiciera las fotografías.
[vi] Muestra de ello es que hasta fecha reciente, una mujer se encargaba de depositar flores en la tumba de Belaïdi en Chiva. Ver: https://www.levante-emv.com/comunitat-valenciana/2014/01/24/anciana-cuida-chiva-tumba-aviador-12805205.html
[vii] Recientemente, la cineasta egipcia Amal Ramsis, ha realizado un documental sobre los árabes que lucharon al lado de la República, unos 1.000, con especial atención a un palestino, y en el que se cita también a Jean Belaïdi como compañero de este. (“Venís de lejos” (2019))
[viii] The Nation, 20.3.1937, página 315. Citado en THORNBERRY, 1977, página 122.
[ix] LACOUTURE, 1976. Página 235, da las declaraciones del propio Taillefer en Paris-Soir de abril de 1972. “Me la querían amputar en el hospital de Valencia. Malraux se ha negado. Me llevó a una clínica de París. Me ha salvado, más que la pierna, la vida.
[x] AUB, 1994. Página 43 y ss.