Pepe Gutiérrez-Álvarez, 2003. (Resumido por A. Cisteró, 2025)
(TEXTO ÍNTEGRO EN: https://fundanin.net/2019/07/08/malraux-y-trostky/)
La épica de 1917
Procedente de una familia humilde dotado de una extrema inquietud y sensibilidad, Malraux, siendo todavía un adolescente nervioso y aislado, mostró un rechazo radical a la estupidez y la crueldad de la

Primera Guerra Mundial, y como buena parte de su generación, llegó a la conclusión de que la Europa del capitalismo liberal había en realidad realizado su suicidio; que la <Razón había fracasado igual que la Fe; que la civilización progresista y agnóstica fruto de la Europa del XIX posterior a la muerte de Dios había revelado toda su vaciedad, y que el europeo moderno se encontraba a su vez muerto, y que por lo tanto, la única vía de superación era una Revolución encarnada en todos aquellos trabajadores y trabajadoras que se convertían en grandes al querer asaltar el cielo, en la épica de la revolución de Octubre.
Malraux formó parte de una generación de artistas e intelectuales que descubrieron y se encontraron con el pueblo militante, y a los que las luchas sociales vistas en primer plano les llevaron a obsesionarse con la leyenda roja de Octubre, que pretendió ser participante total de la mítica que acompañaba la toma del Palacio de Invierno, la creación del Ejército Rojo, la Guerra Civil, la revuelta los marinos rebeldes, de los acontecimientos que sacaron a la Rusia atrasada y mística de su adorado Dostoievski para que ocupara de pleno el escenario de la historia… En aquel tiempo, cuando Malraux quería resumir el siglo XX tenía a la mano una imagen: la de un camión erizado de fusiles[i].
Como en otros escenarios de su vida, en este también existía –por decirlo así– un actor protagonista. Cuando Malraux pensaba en el nacimiento del Ejercito Rojo, en las asambleas multitudinarias y las patrullas obreras de la nevada Petrogrado, en aquellos días que conmovieron el mundo, y a los que Malraux se asomaba ardientemente a través de la lectura y del cine, «una figura planeaba sobre esas imágenes violentas: gorra, gafas, perilla, chaquetón con el cuello levantado, elocuencia brillante y aspecto de águila negra de garras poderosas: León Davidovich Bronstein, llamado Trotsky, comisario del pueblo durante la guerra y creador del Ejército Rojo [ii].
Trotsky fue – ¿antes o después de Lawrence? – uno de los grandes personajes contemporáneos que sustituyeron en la apasionada imaginación de Malraux a los reverenciados fantasmas de Saint-Just, de Rimbaud, de Nietzsche y de Iván Karamazov, siendo, durante la primera mitad de los años treinta, el más cercano y asequible. Trotsky era entonces el legendario sobreviviente del aquel acontecimiento, y esto era algo que para Malraux, hacedor de mitos, inventor de actos, inspirador de estos, no podía por menos que galvanizar de una manera especial. Esta poderosa atracción estuvo a punto de manifestarse de la manera más extraordinaria tempranamente, cuando inmediatamente después de regresar de su odisea china, Malraux trazó en 1929 el plan de una expedición a Kazakstán con la finalidad de liberar a León Trotsky, entonces deportado en Alma-Ata por orden de un Stalin que todavía no había probado la sangre de sus oponente[iii]. Según cuentan sus biógrafos, Malraux puso mucho interés en la preparación de esta singular aventura que habría asombrado al mundo. Se trataba de algo así como de rescatar a Trotsky en Elba[iv]. Los documentos de esta tentativa fueron quemados cuando los alemanes entraron en París, en junio de 1940, por el mítico editor Gastón Gallimard.
Entre acuerdos y desacuerdos, la relación se desarrolló apasionadamente durante la primera mitad de los años treinta, hasta que la guerra civil española y los procesos de Moscú abrieron un abismo entre Malraux y el «trotskismo». Pero tanto en esos periodos como en su epílogo gaullista, la cuestión Trotsky devendría capital en las relaciones de Malraux con el destino de la Revolución de Octubre y con el movimiento comunista oficial.
Unas relaciones que pasan por diversas etapas, y que ocupan un lugar importante en la aventura intelectual de Malraux.
La revolución china
León Trotsky muestra desde un principio su interés por ganar a Malraux para la causa de la oposición, asombroso diálogo en una generación que cuando todavía vive la extrema tensión de la defensa de Octubre, se encuentran con un fenómeno extraño y monstruoso: el de su burocratización, sobre el que carecen de información, y la que existe no pueden diferenciarla fácilmente del alud denigratorio desencadenado por los poderes establecidos. Además, las novelas de Malraux brindan a Trotsky una oportunidad excepcional para volver a discutir sobre el trágico destino de la revolución china, cuyo primer protagonista, el proletariado industrial, había sufrido en 1927 una derrota sin paliativos. Para él, este capítulo histórico será, más trascendente que ningún otro en aquel período[v], el más dramático e importante de la revolución mundial, la máxima prueba de la actuación del comunismo invertido patrocinado por Stalin.
Trotsky llega incluso a magnificar la influencia de aquel joven todavía poco conocido, al que atribuye un tanto ingenuamente el ser coprotagonista de unos acontecimientos que sí bien supo describir magníficamente, ignoraba en buena medida su significado político. Malraux por su parte, respondió con imperturbable seguridad a los argumentos de su interlocutor, tomando igualmente por verdad histórica lo que, obviamente, no dejaba de resultar una trama novelesca cuyos datos de fondo eran parcialmente exactos, y cuyos personajes, exceptuando Borodin y Gallen, eran ciertamente imaginarios. De hecho, Malraux ofrecía una interpretación sobre la que se podía debatir siempre que no se olvidara esto, que era una interpretación. El novelista y el teórico revolucionario discutían sobre aquella historia como sí ambos hubieran estado en el mismo plano; y como sí ambos discutieran sobre los planos de un campo de batalla. En un artículo sobre Les Conquérants (apareció en la NRF en abril de 1931) que más tarde reproducirá en un trabajo más amplio sobre China (La Revolución estrangulada), Trotsky abría fuego: «Un estilo denso y bello, la mirada precisa de un artista, la observación original y atrevida; todo confiere a la novela una importancia excepcional. Si hablo de él ahora, no es porque esté lleno de talento, aunque ese hecho no sea desdeñable, sino porque ofrece una fuente de enseñanzas políticas del más alto valor. ¿Provienen de Malraux? Se desprenden del propio relato, del autor y se manifiestan en su contra; lo que hace honor al observador y al artista, pero no al revolucionario. Sin embargo, tenemos derecho a considerar igualmente a Malraux desde este punto de vista: a quien en su nombre personal y sobre todo en nombre de Garine, su segundo yo, no regatea los juicios sobre la Revolución”[vi].
Por su parte, Malraux partía de una concepción diferente. Para él, el proletariado tenía más significado como símbolo de una humillación eterna que como instrumento de una historia que se desarrollaba en una coyuntura concreta.En julio de 1933, Malraux pidió una cita al compañero de Lenin. Un año después, en un viaje a la URSS invitado por Máximo Gorki, Malraux ofreció a León Davidovich Trotsky su brindis en el mismo Kremlin como respuesta al propuesto por un personaje oficial que lo hizo a la salud de la patria socialista, un término que años más tarde consideraría aberrante. Clara Malraux temió las consecuencias de aquel gesto audaz, por muchísimo menos desaparecieron muchos escritores en los años del gran terror.
Compañero de ruta de Trotsky
Cuando pudo dejar Turquía, Trotsky fue recibido a regañadientes en Francia por el Gobierno del radical Eduard Herriot, que no le autorizó a residir en la región parisiense, por lo que tuvo que instalarse cerca de Royan, en una casa de la pequeña estación de Saint-Palais donde abrió las puertas a Malraux el 26 de julio de 1933, una escena magníficamente descrita por el novelista y que Alain Resnais reconstruyó en su película Stavisky como un contrapunto revolucionario a un contexto marcado por la descomposición burguesa. Malraux publicó nueve meses más tarde en la revista Marianne el relato de la entrevista[vii], coincidiendo con el hecho de que Trotsky acababa de ser expulsado por el Gobierno Doumergue en medio de una crisis (la del 6 de febrero de 1934), durante la cual la prensa derechista multiplicó sus advertencias contra aquel judío bolchevique al que acusaban de mover los hilos de una insurrección proletaria. En un hermoso texto, vibrante de admiración, Malraux escribía:
«La característica principal de su voz era el dominio total sobre lo que decía. Casi todos los hombres superiores tienen en común, cualquiera que sea la torpeza de algunos en expresarse, esa densidad, ese centro misterioso del espíritu que parece nacer de la doctrina, que supera en todas partes y que da la costumbre de considerar al pensamiento como algo que hay que conquistar y no que repetir. En el dominio del espíritu, aquel hombre se había construido su propio mundo y en él vivía».
Unas semanas antes, Trotsky había manifestado su simpatía con el visitante: «Léanse atentamente las dos novelas del autor francés Malraux Les Conquérants y La Condition humaine. Sin darse cuenta de las relaciones y consecuencias políticas, el artista formula un acta de fulminante acusación contra la política de la internacional comunista en China y, de la manera más sorprendente, confirma a través de escenas y personajes todo lo que la oposición de izquierda había explicado por medio de tesis y fórmulas…».
Durante todo aquel período (1933-1934), Malraux actuó abiertamente como activo simpatizante del que Churchill llamará el gran negador, al que quería volver a ver en la URSS, un partido unido en el que los trotskistas tuvieran su lugar.
No obstante, en el mes de abril de 1935, Malraux llevó a cabo un gesto de ruptura al negarse a intervenir a favor de escritor revolucionario que tenía su leyenda en Francia, Víctor Serge, deportado por las autoridades soviéticas durante la primera gran purga que siguió al asesinato e Kirov. Con evidente amargura, Trotsky subrayó aquel silencio en La Vérite.
Con Stalin a pesar de todo
Desde aquel momento, Malraux apareció como un incondicional de la política de Frente Popular, como uno de los portavoces de los compañeros de ruta del movimiento comunista, aunque siempre se permitió un grado de autonomía que, en muchas ocasiones, le convirtieron en molesto. De hecho, nunca aceptó los criterios del mal llamado realismo socialista, aunque nunca lo abordó frontalmente como lo haría Bretón.

En su ideario subsistía plenamente la convicción de que el socialismo era la vía más humana, y se reafirmó en su anticolonialismo cuando en 1935, sesenta y cuatro intelectuales franceses defendieron la aventura abisinia de Mussolini en nombre de los valores Occidentales y de la civilización latina. Malraux replicó que occidente no había sido un concepto poderoso -o valioso- durante largos años.
Pero, Malraux creyó que el estalinismo no afectaba estas ideas, y lo aceptó tácticamente hasta llegar a plantearse que lo que estaba ocurriendo en Moscú como un mero enfrentamiento personal entre Stalin y Trotsky. En febrero de 1937, durante el segundo gran proceso de Moscú, un periodista ruso, Wladimir Romm, declaró haber visto a Trotsky en París, en julio de 1933, y haber recibido instrucciones suyas para hacer sabotaje en la URSS. Éste replicó inmediatamente que, en julio de 1933, no estaba en París, sino en Royan, donde Malraux le visitó, y que éste podía dar prueba de ello, sin embargo, Malraux guardó silencio. Indignado, Trotsky escribió: «Malraux, al contrario de Gide, es orgánicamente incapaz de independencia moral. Todas sus novelas están impregnadas de heroísmo, pero él no posee esa cualidad en lo más mínimo. Es servil de nacimiento. Acaba de lanzar en Nueva York un llamamiento para que se olvide todo, salvo la Revolución española. No obstante, el interés por la Revolución española no le impide a Stalin exterminar a decenas de viejos revolucionarios…».
Malraux respondió: «EI señor Trotsky está hasta tal punto obsesionado por todo lo que le concierne personalmente que, sí un hombre que acaba de combatir durante siete meses en España proclama que la ayuda a la República española debe ser antes que nada, para el señor Trotsky, esa declaración debe ocultar algo». Y algunos días después, con motivo de una cena ofrecida en su honor por el periódico The Nation, Malraux establecía su propia criterio afirmando que al «igual que la Inquisición no ha socavado la dignidad fundamental del cristianismo los procesos de Moscú no han disminuido la dignidad fundamental del comunismo».
Durante la guerra española este dilema tuvo una traducción particular. Malraux prefirió jugar el juego con los comunistas, los únicos capaces en su opinión, de levantar un dique al avance fascista. Inmerso en esta lógica dejó que su escuadrilla tuviera un comisario político estalinista. También rompió todas relaciones con el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), y mantuvo su silencio cómplice para condenar la caza de brujas de trotskistas y anarquistas a la que se entregaron las gentes de la NKVD y algunos de los jefes de las Brigadas Internacionales.
Epílogo gaullista
Se ha discutido mucho que hay de ruptura y de continuidad en la lenta, subterránea pero clamorosa apostasía de Malraux. Lo mismo que en el caso de Paul Nizan, el pacto nazi-soviético tuvo un efecto decisivo sobre él pero, a diferencia de aquél, él no era del partido, además no hizo pública su defección, aunque su reacción fue airada: «Volvemos a partir de cero». La izquierda, opinaba, estaba herida de muerte, pero ansiaba comenzar de nuevo sobre otras bases. La pregunta es, ¿por qué el gaullismo? Está claro que esta opción no tuvo lugar cuando el PCF estaba en descrédito, todo lo contrario. También lo

tacharon de fascista, algo que no se corresponde a la verdad. Más que de fascismo, cabe registrar que Malraux cambió su admiración por las elites revolucionarias por la de los pocos de la Batalla de Inglaterra, pasó de loar a Trotsky para hacerlo con De Gaulle y Churchill, y 1917 y la República española por el Imperio Británico. Su alegación de que «no se trata… de sí usted es comunista, anticomunista, liberal… ya que, el único problema real es saber cómo -por encima de esas estructuras- y de qué manera podemos recrear al hombre», revela la medida de su antipatía para con el materialismo. «La herencia europea -concluyo- es el humanismo trágico», y sí no quiso ver los procesos de Moscú, tampoco quiso enfrentarse con los desastres humanitarios del Tercer Mundo.
Malraux se reafirmó en el nacionalismo mientras criticaba la instrumentalización que Stalin había hecho del internacionalismo. «Nosotros -diría- habíamos creído que, haciéndonos menos franceses, nos hacíamos mas humanos. Ahora sabemos que simplemente, nos hacíamos más rusos». Rusia había dejado de lado a la International con un «amplio gesto desdeñoso». Su liberalismo se cohesionó tras una conversación con el extrotskysta, James Burham, a la sazón convertido en uno de los teóricos de la revolución conservadora entre finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta. Malraux hizo su propia versión del fin de las ideologías, según la cual las viejas categorías de izquierda, centro y derecha habían dejado de ser válidas; en consecuencia, era absurdo llamar reaccionario al gaullismo. Burham era partidario de ilegalizar el PCF, algo que a Malraux le repugnaba. De alguna manera, era perfectamente consciente del papel de éste en la sociedad francesa.
Hizo un reconocimiento explícito durante el mayo del 68. José Bergamín contaba que un día pasó por delante del Ministerio de Cultura y le picó la curiosidad por saber que pensaba de todo aquello su antiguo compañero, ahora ministro. Atravesó los largos pasillos sin encontrarse a nadie, todos los funcionarios secundaban la huelga general. Llegó hasta el despacho de Monsieur Le Ministre, quien en medio de la conversación le confesó «Felizmente, tenemos el partido comunista». En otra ocasión habló de aquel partido como «la última barricada» de un sistema social que cuando él fue plenamente Malraux, llegó a cuestionar y contra el cual escribió sus mejores obras.
Notas
[i] LOTTMAN, Herbert R. (1985) La Rive Gauche. Intelectuales y política en París. 1935-1950. Barcelona, Ed. Blume.
[ii] Extensa reflexión en : LACOUTURE, Jean (1976) Malraux, une vie dans le siècle. Paris, Ed. Du Seuil. Páginas 194 y siguientes. (Traducción española en Barcelona, Ed. Euros, 1976 y Valencia, Ediciones Alfons el Magnànim, 1991.
[iii] Aunque ahora se trata de amalgamar toda la historia soviética con el Gulag, lo cierto es que, una vez pasada la guerra civil en la que la revolución se jugaba a vida o a muerte, la eliminación de los adversarios no comenzó de una manera sistemática hasta la entronización definitiva de Stalin («el Lenin de hoy») al poder absoluto. El mismo hecho de que Trotsky fuera primero deportado, y luego exiliado fue algo que hubiera resultado impensable unos años después.
[iv] Este título corresponde a uno de los más famosos artículos del periodista norteamericano John Gunther en el que hacía un paralelismo entre la estancia de Trotsky en Prinkipo con la de Napoleón en Elba
[v] Sobre la historia de la revolución china anterior a la Larga Marcha existen numerosas aportaciones como la célebre de Harold Isaacs o los estudios sobre los orígenes de la revolución china efectuado por Lucien Bianco, o el de Pierre Broué La question chinoise dans l´Internationale Communiste (EDI, París, 1967). Fernando Claudín ofrece una buena reconstrucción de los problemas y debates de entonces en La crisis del movimiento comunista internacional (Ruedo Ibérico, 1971).
[vi] Esta evocación de Malraux fue traducida y publicada por la revista la Izquierda comunista española, Comunismo, y reproducida en la amplia antología publicada por Ed. Fontamara (BCN, 1977). Lacouture lo cita ampliamente.
[vii] Marianne, 25.04.1934 página 3